Lucía frente al espejo

(Relato breve)

Eduardo Amador McCoy /
Managua, Nicaragua, 1969.

El día en que Lucía Badén cumplió cincuenta años, se reencontró con el espejo sin miedo y sin complejo alguno, su cabellera gris y abundante caía sobre sus hombros, su piel recogía algunas manchas propias de los años y su rostro, pasible y luminoso, discretamente adornado por esas líneas que la vida se encarga de escribirnos día a día y sin permiso alguno. Ella siempre temió al rigor de los años, al tabú de la edad. Llegó al medio siglo con un divorcio en su hoja de vida, tres hijos adultos, un perro que había completado una década con ella y muchas deudas. Sin embargo, esa mañana al ver su reflejo en la luna del viejo espejo de sala, sintió que había llegado a un punto de no retorno, en donde solo podía vivir intensamente sin miedos al qué dirán y nada que perder.

Educadora de profesión y soñadora por convicción para no ceder ante la cruda realidad que la vida le había obligado a vivir, Lucía, había puesto en pausa los menesteres de la querencia, de todos los pretendientes que había conocido meses después de su divorcio, ninguno era parte ya, ni, de su agenda telefónica ni de sus contactos en redes sociales. Sin embargo, aquella mañana del 23 de agosto, ella sintió un vuelco en su manera de pensar, su piel, su psiquis y su corazón, ya estaban listos para abrir sus brazos a la vida, para lanzar la moneda al aire y encontrar un cómplice a la medida de sus deseos, alguien, cuya piel, le vistiera el alma sin más compromisos que el del amor correspondido.

La mujer, cuya menuda figura parecía por momentos encenderse con el reflejo del sol matutino que se colaba por un ventanal, intuyó que, con medio siglo de vida, a uno no le lastima y menos le importa el qué dirán. Miró con ternura su estoica figura en el reflejo del espejo, se vio a sí misma con ojos de amor, coqueteó la mirada y modeló su figura como quien redescubre sitios secretos donde yacen las caricias y los besos que pernoctaron ardientes en su ayer. Por momentos pecó al pensar que había perdido el tiempo sin tener a alguien a su lado, pero luego recordó que, durante el proceso de reconstrucción del amor propio, vale más estar con uno mismo que en malas compañías.

Ya no hay nada que temer y sí todo que intentar, se dijo en soliloquio, en su boca habían florecido los besos más dulces y cálidos, su fuego interno había ganado con la paciencia del tiempo, la experiencia de una pasión incandescente; quien se ama, puede amar a los demás; quien se conoce puede enseñar a otros a conocernos. El mariposario de sus entrañas no había muerto, había invernado a la espera de una sola palabra que emanara de su voluntad para reencontrarse con la vida. Cuanta magia hay en los primeros cincuenta años, se dijo con voz tenue frente al espejo. Una constelación de sentimientos la recorrió poro a poro, despertó su invierno, aquella llovizna que presagia el aguacero.

Esa mañana, justo esa mañana en la que coincidentemente Lucía Badén, cumplió cinco décadas, cantó el río de sus entrañas en un ritual poco perceptible para quien no ha conocido los sublimes códigos de una mujer.