Michèle Najlis /
Granada, Nicaragua, 1946
A Jorge Timossi,
que comenzó a inventar este cuento
I
Según testimonio incuestionable de las crónicas de hace más de dos mil años, la mayor dificultad que tenían que enfrentar los audaces que emprendían la travesía del desierto, era el encuentro con la Esfinge, ser mitológico mitad león y mitad mujer, que, mirando fijamente al caminante, le hacía tres preguntas que nadie lograba contestar. Ante lo cual la Esfinge procedía a devorarlos.
Un día Edipo Rey, luego de haberse arrancado los ojos para escapar de su propia oscuridad, emprendió la travesía del desierto. Cuando sintió sobre su piel la mirada terrible de la Esfinge, Edipo, impasible, formuló la primera pregunta:
—¿Por qué un hombre se enamora irremediablemente de una mujer, y ella de él, aunque esto sea la perdición de ambos?
Edipo escuchó atentamente largo rato, pero a sus oídos sólo llegó el ruido de la arena movida por el viento del desierto.
Ante el silencio de la Esfinge, habló nuevamente Edipo:
—¿Por qué, Enigma Misterioso, es tan difícil la verdad?
Nuevamente, sólo el ruido de la arena llegó hasta el caminante.
—Y dime, Esfinge implacable, ¿por qué la justicia y la venganza están siempre tan cercanas? ‒preguntó nuevamente el ciego.
Un silencio terrible rodeó esta vez al desgraciado rey. Ni el viento, ni siquiera las arenas del desierto, se atrevieron a interrumpir el silencio de la piedra.
Largo tiempo transcurrió, y ningún sonido salió de la boca de la Esfinge. Pese a lo cual Edipo no la devoró.
II
Las preguntas de los inmortales son peores que la muerte misma, porque los secretos de la eternidad son infinitos.
Torturada por atroces interrogantes, y condenada a la inmovilidad que le impedía recorrer el universo en busca de respuestas, la Esfinge aprovechaba siempre la presencia de algún caminante extraviado para interrogarlo, con la esperanza tenaz de recibir una respuesta. Pero al formular la pregunta, inevitablemente la Esfinge revelaba parte de sus secretos más profundos. Por eso devoraba al caminante que había escuchado sus palabras. Después, nuevamente sola en medio de las dunas del desierto, la Esfinge se quedaba más triste y más eterna, abrumada por el dolor irremediable de su angustia.
Cuando vio venir a Edipo, ciego, con las cuencas de los ojos vacías, la Esfinge sintió un dolor más agudo que su propio dolor, y esta vez las preguntas se asfixiaron en la garganta inmóvil de la piedra. Al escuchar las palabras del rey hubiera querido, ella también, arrancarse los ojos de la cara. Lo vio alejarse sin poder darle respuesta.
Mucho tiempo transcurrió sin que nadie cruzara esa parte del desierto. La Esfinge permanecía sola, sin poder siquiera pedir la ayuda de los efímeros mortales que extraviaban sus pasos en las dunas y que, famélicos y sedientos, casi muertos, podían sin embargo poseer la respuesta a su dolor.
Una tarde, a la hora del crepúsculo, vio un punto moverse a lo lejos. La Esfinge temió que fuera un espejismo, pues los dioses y las piedras sucumben también a la ilusión de los sentidos. El punto fue acercándose, hasta que pudo ver con claridad a una mujer muy bella, espigada y flexible, que sonreía serena a pesar de los vientos feroces del desierto.
Cuando estuvo al alcance de su voz, la Esfinge preguntó:
—¿Por qué un hombre se enamora irremediablemente de una mujer, y ella de él, aunque esto sea la perdición de ambos?
—Por lo mismo que se abren los capullos ‒respondió la mujer.
—¿Y por qué ‒preguntó la Esfinge‒ es tan difícil la verdad?
—Ya lo dijo el poeta ‒contestó‒. «Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida».
—¿Y por qué, mujer, la justicia y la venganza están siempre tan cercanas?
—Porque la huella del dolor jamás deja de sangrar.
La piedra hubiera deseado, por primera vez desde que transcurría su infinita eternidad, tener el don de la sonrisa.
La joven, compasiva, acarició tiernamente el lomo de la Esfinge, le dio un beso en la frente, y siguió su camino.