Frustración del detalle

Henry A. Petrie /
Managua, Nicaragua, 1961

A la memoria del pintor Otoniel Aguilar Espinoza.

Después del primer trazo sintió fluir en su mente la imagen que buscaba; su mano derecha, serena, se deslizaba segura, configurando, dando forma, estampando huellas de colores. Su frente sudorosa, el bochorno agitaba un acto creativo pausado, sin despegar sus ojos del reflejo que adquiría vida, con su propia sustancia.

Tras un trazo el otro. Gobierno de respiración rítmica con impulsos de mano obediente. La imagen asomaba, ingenua, como un bebé viene al mundo. Se trataba de algo nuevo, y se asombró. «¿Qué estoy pintando?», se preguntó. Continuaba, a ratos con su cigarrillo quemándose, aprisionado entre sus labios; la taza de café se enfriaba, olvidada; tras un nuevo motivo su espíritu se elevaba, hasta que la imagen adquirió fisonomía, pero luego de observarla, obsesionado por la perfección sintió insatisfacción: «le falta algo…» murmuraba para sí en el centro del silencio, quemando a grandes sorbos su cigarrillo; al final del largo día se detuvo, intrigado y asustado de lo que estaba creando, contemplaba con actitud indagadora y se convenció que la criatura no estaba acabada, hacía falta algo.

Se levantó del taburete, puso la paleta a un lado, acarició sus pinceles de toda una vida, tomó un vaso con agua, calentó café, encendió otro cigarrillo, recorrió de un extremo a otro el espacio de su habitación-taller, inquieto, la imagen resultaba atractiva y enigmática, interpretaba y trataba de comprender plenamente el sentido de aquellas combinaciones, trazos atados, conjugados, fundidos entre sí, uno tras otro, sobre superficie tersa, colores encendiendo pieles, incorporando carne y sangre a sus labios. Pero, a pesar de la belleza singular, faltaba algo. ¿Qué?

Tomó nuevo impulso, infructuoso. Decidió abandonar la labor y seguir más luego. Se sintió mal, nunca le había pasado, por primera vez una imagen se le rebelaba, le decía NO, como si no deseara ser concluida, provocando sufrimiento y agotamiento en el artista.

Pasaron los días y Otoniel no encontraba el detalle; sobrevivía vendiendo sus cuadros en el mercado, ahí se los compraban y con lo que recibía enfrentaba sus estrictas necesidades diarias, aunque no siempre le iba bien, no siempre fue recompensado justamente. En la habitación-taller quedaba algo inconcluso, pendiente, esperando que arribara a la mente del artista el detalle faltante. Estaba en un rincón, sobre una mesita y entre pirámides. Al declive del Sol, acompañando el crepúsculo, invadió el incienso, incorporando a la imagen el toque mágico que produce el silencio creador.

Después de una siesta reparadora, observó de nuevo la imagen, estaba bella, tierna, pero incompleta. Ese cuadro no podía ser uno más, era especial, una obra maestra, pero ¿qué le faltaba? Criticó una y otra vez su incapacidad, renegó de la imagen y al no superar el vacío, furioso quemó lo creado. Observó las llamas sin resolver la oquedad de su creación, se preguntó si con ese acto se esfumaría la angustia acumulada. Mientras se consumía el cuadro sintió dolor inefable. Las cenizas posaron frente a sus ojos, no pudo evitar un repentino ataque de risa extendido en llanto, se creyó loco, miserable, inhumano, alguien incapaz de captar un algo. Esa noche estuvo nublada; no hubo nadie que entendiera su tristeza.

Algún tiempo después, cuando se encontraba en el mercado vendiendo sus pinturas naturalistas para sobrevivir, se ubicó frente a dos extraños luceros; se quedó petrificado. Aquellos luceros lo observaban de forma especial. Se acercó a la muchacha, no eran ojos sino luceros, expuestos con vigor para dominar el universo de la imagen destruida. ¡El detalle!, el detalle andaba ahí, paseándose, buscándolo, sobreviviendo en la muchedumbre, y él, no encontraba la forma de albergar el hallazgo de su vida, nada había quedado, la imagen ya no era, y a pesar de muchos intentos posteriores, no fue igual, nunca consiguió la misma imagen; el detalle llegó a él después, cuando el viento se llevó lejos las cenizas de su obra, mas no se olvidó de aquellos luceros extraños y decidió no mostrarlos a nadie. Se los llevó en el sueño.

Mayo 2002.

(Del libro de cuentos ¡Cómo va creer!, de Henry A. Petrie. Ediciones Pensar, 2010. Managua, Nicaragua).